domingo, 5 de diciembre de 2010

Muerte bajo sospecha

 

Todo es extraño en relación a la vida, la obra y, sobre todo, la muerte del gran pintor barroco Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio, nombre de la localidad donde se supone que nació a finales de 1571, según consta en la venta de unos terrenos firmada por el pintor en 1589, en que declara tener 18 años. Vida de aventuras vinculada a su excepcional paso por la pintura primero en Milán, donde su padre ejerció de maestro de obras; luego en Venecia, donde da sus primeros pasos en el taller de un pintor mediocre; más tarde en Roma, donde se granjea la fama de “hombre proclive a peleas y alborotos”, debido al altercado con Gerolamo Stampa de Montepulciano, al que hiere en una reyerta, y a la acusación de homicidio, que le obligó a huir de la ciudad eterna. Finalmente, en Nápoles, donde sigue su fama tanto de gran pintor como de incorregible pendenciero.

Y así, hasta la noticia (falsa) de haberse encontrado su cadáver “desfigurado” en las calles napolitanas, cuando la mala fortuna hizo que un guardia español le confundiera con un prófugo y le detuviera hasta descubrirse el error. Pero entonces, optó por vagar sin rumbo en la playa de Porto Ercole, donde se había declarado la malaria. Y allí murió. ¿Por la epidemia?, ¿asesinado?

Un equipo investigador italiano dijo haber identificado este verano lo que podrían ser restos del pintor, tras estudiar durante un tiempo huesos de una fosa y haber realizado pruebas de datación y de ADN. La misteriosa muerte de Caravaggio ha renovado el interés de acercar la historia a la investigación criminal. Muchas muertes del pasado no se han sabido aclarar y sólo se explican con versiones oficiales poco creíbles. Alrededor de esas muertes se ha tejido una red de sospechas, rumores, dudas, complots. Son casos sin resolver. Es hora de abrir las carpetas depositadas en los archivos y, cuando se pueda, recurrir al análisis del ADN, sobre siete casos en los que la versión oficial parecer estar lejos de lo que en verdad sucedió.

Cleopatra y la leyenda del áspid. La muerte de Cleopatra, reina de Egipto, llevada a la pantalla con el glamour de ser Elizabeth Taylor quien le daba rostro y Joseph Mankievich el director de la interpretación, está llena de enigmas sin resolver. Como si la famosa escena de la reina recostada aceptando el cesto que dos doncellas le llevan, en cuyo interior un áspid se agita con su mortal veneno, se desplegase con la misma prodigalidad escenográfica que permitió a Plutarco transformar una bella leyenda en una verdad histórica.

Lo sucedido tiene poco que ver con ese dramático gesto: en todo caso, de haber sido así, nunca hubiera sido un áspid sino una cobra egipcia, especie representada en los símbolos de la realeza de Egipto. El problema es que su mortal picadura, que apenas deja marca, es por asfixia, una dolorosa agonía por el efecto de la sustancia neurotóxica del veneno. Nadie la elegiría para suicidarse. La sensación de ahogo es ­angustiosa.

Las razones de su muerte hay que buscarlas en otro sitio. Una pista: se sospecha que la reina fue envenenada por Anacesis, una criada de palacio, siguiendo una orden de Octavio Augusto, al cabo, el principal beneficiario. El motivo para hacerlo, sin duda el miedo al helenismo, un movimiento intelectual apoyado por Cleopatra al que la Roma imperial se opuso con toda la fuerza de sus legiones y de sus leyes.

Otón II, sin imperio universal. El adolescente en quien recayó el peso del Sacro Imperio Romano Germánico en el año mil es a la vez un héroe de novela, un político idealista y un santo. Fue educado por su madre, una refinada griega de nombre Teófano, y por Gerberto de Aurillac, que una vez convertido en el papa Silvestre II le ayudó en sus planes de crear un imperio de paz, justicia y cultura clásica.

Un cronista, que le siguió por toda Italia, relató sus últimas semanas de vida. La rebelión de los habitantes de Tívoli y el incendio del palacio imperial en el Aventino le obligaron a abandonar Roma. Se marchó a Rávena, a Monte Gargajo y, finalmente, al castillo de Paterno, al pie del monte Soratte. Allí, el 23 de enero de 1002, le sobrevino la muerte. Tenía 22 años. Su cuerpo fue enterrado en la catedral de Aquisgrán.

¿De qué murió? De malaria, dice la versión oficial. Pero ¿acaso no tiene más sentido que fuese envenenado por Estefanía, la viuda de Crescencio II Nomentano, el patricio romano que había sido decapitado por orden imperial? Los señores eclesiásticos y laicos de su camarilla mantuvieron oculto el óbito hasta que trasladaron el cadáver a Aquisgrán. En Alemania nadie se interesó por las causas de su muerte, preocupaba más el pleito sucesorio. La diadema imperial fue a parar al duque de Baviera, emperador con el nombre de Enrique II.

El príncipe y la inquisición. El misterio sobre el príncipe Carlos crece a medida que se profundiza en los motivos de su muerte, en las primeras horas del 24 de julio de 1564. Tenía 23 años. La versión oficial, una infección intestinal, no convenció a los mentideros madrileños. Además, el exagerado luto promovido por Felipe II, el padre a quien se dirigían las sospechas, acrecentó la sensación de que se estaba tapando algo. Una campaña bien orquestada desde la corte habló de su carácter sádico, estrafalario, propenso a la violencia, lo que había motivado que el rey autorizase una indagación pública. Aquí comienzan las sospechas. Los papeles desaparecieron del archivo de Simancas, y crecieron los rumores en palacio de un complot, en el que se implicó incluso a la princesa de Éboli.

El cronista francés Jacques De Thou habló de una muerte violenta. ¿Por quién? No precisó detalles. Un siglo después, en la Histoire de Dom Carlos de Abbé de Saint-Réal, se dijo que la causa fueron los amores adúlteros del infante y la reina Isabel de Valois, esposa de su padre. Un celoso Felipe II habría ordenado a la Inquisición ejecutar al infante y envenenar a la reina.

El poeta alemán Schiller se apoyó en Saint-Réal: no le interesaba la verdad histórica, sino el efecto dramático de la muerte de dos jóvenes enamorados, víctimas de un sombrío padre y un perverso marido. Desde luego, era un excelente material para la ópera, y así lo creyó Verdi al convertir la muerte de Carlos en una diatriba contra la Inquisición.

Pero ¿de qué murió el príncipe? Su cuerpo se trasladó con honores a la iglesia de Santo Domingo de Madrid y de allí, en 1573, al Escorial. ¿Es verdad? ¿Por qué no se analizan sus restos y se saldría de dudas? ¿Se tiene miedo quizás a que alguna parte de esas leyendas sea verdad?

Mozart y la cal viva. Una noticia sin apenas relieve señala que el 5 de diciembre de 1791 a las 0.55 horas moría en su casa de la Rauhensteingasse de Viena Wolfgang Amadeus Mozart. El acta de defunción redactada por el doctor Nicolaus Closset indica: “Fiebre miliar aguda”. Tenía 35 años. Fue amortajado según el ritual masónico (manto negro con capucha), y el 6 de diciembre se le hizo un austero servicio funerario en la capilla del Crucifijo, en la catedral de San Esteban. No se practicó investigación alguna, pese a que unas semanas antes, mientras paseaba por el Prater con su esposa Constanza, confesó, tras caer mareado con vómitos: “Me han envenenado”.

Desde el poeta romántico Mörike, la posibilidad de que Mozart hubiera sido asesinado ha sido un tema habitual. Los análisis de los informes médicos indican que la causa más probable de su muerte fuera un cuadro agudo de fiebres reumáticas. Los síntomas lo indican: fiebre alta, dolor de cabeza, erupciones cutáneas, hinchazón en brazos y piernas, vómitos y diarreas. Su cuerpo llegó a estar tan hinchado que no se podía poner la ropa y necesitaba ayuda para levantarse de la cama, decía una necrológica de la revista berlinesa Musikalisches Wochenblatt el 12 de diciembre.

Más detalles del caso. Su cuñada Sophie Haibel habló de que unos sacerdotes se negaron a asistirlo, pero eso podría responder a la mala reputación del músico, a su pertenencia a la masonería. Nadie hizo nada para averiguar la verdad de la muerte por la sencilla razón de que quizás no haya tal verdad: murió de causas naturales; el resto son fantasías. El punto de sutura entre la sospecha y los informes médicos está lejos de ser elemental, queridos doctores. Un investigador debe saber manejar bien los materiales de distracción.

Por ejemplo, carece de fundamento la hipótesis de que fue envenenado por su colega Antonio Salieri, ocurrencia del poeta Pushkin, a la que puso música Rimski-Korsakov y que luego retomarían el dramaturgo Peter Shaffer y el cineasta Milos Forman. Pero en cambio hay una pista interesante, la posibilidad de haber ingerido acqua toffana, un veneno de efectos retardados, que quizás le pudo suministrar Franz Hofdemel, su hermano de logia, quien el mismo día de la muerte trató de asesinar a su mujer embarazada y después se suicidó. Otra pista es la actuación de un policía secreta del emperador Leopoldo II, ¿un asesino?

¿Cómo fue el final de Mozart? ¿Fue realmente envenenado o murió de enfermedad? Nadie puede decirlo con seguridad, porque lo que guió a todos los personajes en aquel frío día de diciembre fue un oscuro abandonarse al vértigo de la fatalidad. La misma que se expresa en el Réquiem. En todo caso, es inútil buscar su tumba: después de ser enterrado en el cementerio de San Marx, extramuros de la ciudad, en una fosa comunitaria –que no fosa común–, alguien lanzaría cal viva sobre su cuerpo según una costumbre extendida por entonces para evitar contagios. Al mediodía del 6 de diciembre no era más que cenizas. Si alguien hubiera recogido alguna de esas cenizas, hoy podrían someterse a la prueba del ADN; pero eso no ocurrió. Caso archivado, no resuelto.

Napoleón, aires de Santa Elena. El 5 de mayo de 1821 moría en Santa Helena Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, que llegó a esa inhóspita isla del Atlántico seis años antes tras sufrir la derrota de Waterloo ante los ingleses, sus carceleros. Tenía 51 años. La gente, desconcertada por los rápidos cambios que siguieron al final de la guerra, no había olvidado a quien una vez fue el dueño de Europa.

Se le tenía admiración, y por eso provocaba temor. Hudson Lowe, el militar responsable de su custodia, le trataba con desprecio, dificultando su recuperación cada vez que sufría una recaída. Su salud no era buena y empeoró por las terribles condiciones de la isla. Con su muerte se dispararon los rumores. Había sido asesinado por los ingleses. Los análisis forenses demostraron que había en su pelo un alto índice de arsénico, y eso dio rienda suelta a la teoría del asesinato.

Más tarde se descartó y se dijo que murió de un cáncer gástrico, tesis defendida por el doctor Robert Genta, profesor de Patología de la Universidad de Texas. Hay un problema para aceptarlo, y es que estaba demasiado gordo para ese tipo de enfermedad, que provoca una extrema delgadez.

Entonces apareció en escena el forense Steven Karc, de San Francisco, para afirmar que Napoleón fue víctima de un mala praxis médica, ya que le suministraron una purga por medio de 600 miligramos de cloruro de mercurio, cinco veces la dosis habitual. Esta sobredosis, dijo, le provocó un déficit de potasio, que le interrumpió el riego sanguíneo al cerebro y la causó la muerte. ¿Un error médico? Pero entonces, ¿por qué Napoleón pidió a su ayuda de cámara Louis de Marchan “luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abran mi cuerpo”; es decir, que le hicieran la autopsia? No se hizo. El misterio sigue.

Poe, quizás no tan maldito. A las cinco de la madrugada del 7 de octubre de 1849 moría Edgar Allan Poe en el hospital de la Universidad de Washington. Tenía 40 años. Una leyenda urbana sostiene que fue víctima de sus excesos alcohólicos. La imagen de poeta maldito fue difundida por su albacea literario Rufuus W. Griswold, para mejorar la venta de sus obras y hacer un pingüe negocio. Tres días antes había ingresado en el hospital cuando lo encontraron en una calle de Baltimore en pleno delirio. Nunca recobraría la conciencia para explicar lo sucedido.

Tras un austero funeral fue enterrado en el cementerio de Westminster, aunque más tarde se le trasladó a un monumento. Todo son conjeturas sobre su muerte, pero el alcoholismo hay que desterrarlo. Otras causas, cólera, sífilis, rabia, se relacionan con su fama de llevar una vida bohemia y por su inclinación al romanticismo gótico en sus celebrados cuentos, sin olvidar los primeros pasos hacia el simbolismo, que le daría reputación mundial.

¿Se suicidó? ¿Buscó una forma alternativa de suicidio? Hay un punto que no se ha investigado a fondo: el hecho de que lo encontraran ebrio cerca de una taberna que se usaba como un lugar de votación y que una pandilla se aprovechase de ello y lo llevase a votar a la fuerza. ¿Se aprovecharon o le hicieron beber en contra de su voluntad sabiendo el efecto nocivo que tiene en un antiguo alcohólico?

Juan Pablo I, las pruebas silenciosas. En una hora incierta de la madrugada del 29 de septiembre de 1978 moría el papa Juan Pablo I. Llevaba sólo 33 días en el solio de San Pedro. Una escueta nota oficial de la secretaría de Estado vaticana señaló como causa de la muerte un infarto mientras leía en la cama. Los rumores no se hicieron esperar debido al carácter del papa, a su programa de reformas, empezando por un control de las finanzas, y por extensión de las actividades de la logia P2 o a sus ideas de buscar una iglesia de los humildes. Motivos suficientes para que hubiera quien viera en su muerte un complot de la Iglesia para evitar el desmantelamiento de su red de intereses.

Algunas torpezas en los comunicados vaticanos facilitaron la idea; también la lectura que del hecho hizo la tercera entrega de El padrino de Coppola, que lo vinculó con actividades de la mafia. Se dijo que el cuerpo del Papa había sido encontrado por su secretario particular, luego por sor Vicenza.

No cuadraba la forma de estar sentado en la cama con unas cuartillas en la mano con un infarto; también se dijo que se ordenó una autopsia, ya que había tomado una medicina recetada por su médico, el doctor Da Ros. Todo eso se desmintió. Existían demasiadas lagunas. ¿Se hizo la investigación? De existir, nunca salió a la luz, aunque algunas filtraciones indicaron que el Papa habría muerto de una dosis letal de un vasodilatador. ¿Descuido, desidia, asesinato? La fiscalía tomó cartas en el asunto. Quizás fue un infarto, para algunos, el más oportuno de la historia contemporánea. Con Juan Pablo I el mundo hubiera sido diferente del que ha sido.

Así son los efectos de algunas de estas muertes misteriosas, que suscitan la natural sospecha de que la conspiración forma parte de la historia.



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